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Ser mujer no debería doler


Foto: Jennifer Flores

Las olas moradas se fusionaron con las verdes y formaron un mar que quería derribar todo, un poderío que exigía "ni una asesinada más".

Desde la Estela de Luz hasta el Palacio Nacional, las consignas se gritaban con la misma intensidad. 

Fue en el Caballito de Reforma cuando mis ojos vieron la realidad: éramos miles de mujeres que no nos conocíamos pero latíamos en la misma sintonía.

Las mareas de mujeres abrían paso a las que apenas llegábamos y nos recibían con sonrisas, algunas se agarraban de las manos, otras portaban megáfonos y yo caminaba a lado de mi mamá.

Abrí mi cartel que gritaba "En el periodismo no quiero ser valiente, quiero ser libre" porque esa es la realidad mexicana; un periodista no está seguro en este territorio y menos una mujer periodista.

Se escuchaba el famoso "somos malas" y todas respondíamos "podemos ser peores", casi sonando como una sola voz, porque al final eso pretendíamos ser: la voz de todas las mujeres.

Mi mamá encabezó varias consignas, desgarró su garganta e intentó recuperarse con tragos de agua de limón. Mi pecho sentía orgullo, me fascinaba verla tan segura y tan valiente. Esa era la mujer que me representaba. 

Por momentos me dolía verla, no solo cargaba cansancio, sino que también cargaba miedos. Sostenía mi mano fuerte y  estaba pendiente de cualquier ataque. Varias veces me repitió "ponte alerta" pero era fácil; las mujeres siempre estamos alerta. 

Nuestros brazos no se cansaban y nuestras rodillas ya no podían brincar para evitar ser machos, pero seguíamos ahí.

Parecía que las jacarandas eran nuestras aliadas, pues nos acompañaban en la marcha y hacían que el color violeta nos combinara más. También algunas colectivas tocaban tambores para amenizar la caminata. 

En lo alto de una banqueta, una madre y su hija cargaban una pancarta que decía "Tuve la suerte de encontrarla" refiriéndose a que ellas habían vencido en una mínima parte al patriarcado. Muchas se acercaban a abrazarlas y la alegría nos inundaba, pero sabíamos que ese es solo un caso entre millones.

Foto: Jennifer Flores

Las niñas también gritaban y aprendían a luchar por sus ideales, miraban con emoción y veían a sus madres buscar un mejor México para sus niñas. Portaban alas que habían crecido después de sembrarnos miedo. 

Pedíamos que si mañana éramos nosotras, nos buscaran en las estrellas, en las canciones de Taylor Swift y en las poesías de Alejandra Pizarnik. Luchábamos por ser una semilla en esta lucha y para florecer como una revolución. 

"Nos roban amigas, nos matan hermanas, destrozan sus cuerpos, las desaparecen" coreábamos en el camino, algunas con lágrimas y otras con rabia.

La rabia tuvo un momento protagónico en nuestras voces, cuando exigíamos que el gobierno deje de ocultar cifras y  que comience a contarnos bien.

Los medios nos notaban, buscaban el color de sus notas en nosotras y en esos momentos deseaba que a diario fuera así, no solo un ocho de marzo. 

El osado bloque negro tumbaba muros y con aerosol verde pintaba cada barra de metal que era la brecha perfecta para describir el movimiento. Nos tenían miedo y debo admitir que eso me llenaba de orgullo, porque en las mismas calles en donde me había sentido insegura, ahora me sentía empoderada. 

Mi marcha por hoy había llegado a su fin pero me iba tranquila, porque sabía que todas gritarían por mi.

Y después sentí el dolor, un dolor tan fuerte como un puñetazo. De vuelta en el transporte público, las miradas masculinas me absorbían, me dañaban y me daban asco. Bajé del camión y de nuevo tuve que caminar rápido y mirar dos veces atrás para descartar peligros. La realidad me había golpeado otra vez.

Entendí que nacer mujer no debería causarme dolor, que mi principal preocupación no debería ser saber si llegaré bien a casa y que no tendría porque usar short debajo de mis faldas. Por eso grito y me arden las injusticias, porque si esto arde, yo arderé con todas. 


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