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Déjame explicarte todo, Miguelito


Déjame explicarte todo, Miguelito

Kevin Talancón.


Él se asomó por la ventana. Apreció el andar de la ciudad despreocupada y el vapor que se desmenuzaba en el aire en cada exhalación. El sol apenas estaba saliendo. Jamás se había detenido a mirar tal espectáculo cotidiano, tenía miedo de que fuese demasiado tarde.

-¿Tú sabes por qué estamos aquí, Miguelito? No me respondas, yo sí sé. ¿O ya no te acuerdas? Yo considero que tu papá siempre fue un bastardo con toditas las letras, hasta deberías agradecerme por hacer lo que hice.

Yo sí me acuerdo, era ya tarde y nada más me alumbraba la luna cuando había subido a matar a un chivo para la fiesta patronal del día siguiente. Ya estaba hasta arriba de la loma con el chivo bien agarrado de los cuernos y el cuchillo que me reflejaba la blancura de la luz, cuando vi a tu padre subir a tientas el mismo monte.

Tu jefe traía la ropa que utilizaba todos los domingos para ir a la ciudad. Su camisa ya tiesa del usar y sus zapatos con tacón, eran los que siempre traía, sus favoritos. Venía dando de tumbos y riéndose a carajadas él solo.

Seguí con lo antes mencionado. Le vi sus ojos al chivo, negros como canicas que nada más dejaba asomar una luz chiquita como del fondo suyo. Nomás ese día sentí una misericordia que ni Dios siente por sus bestias, pero había que matar. Ni modo.

Agarré el cuchillo bien por el mango y le rebané de lado a lado el cuello. Salpicaba de sangre con su latir y pegaba de patadas como queriendo alcanzar la vida que se le escapaba. Solté el puñal y me lo pesqué de los cuernos con hartas fuerzas, hasta que el chivo cayó muerto.

Había un silencio como cuando se muere alguien, pero su padre, Miguelito. Su padre venía canté y canté una canción de que él seguía siendo el rey. Yo me quedé sentado en el suelo junto al animal muerto hasta que su padre llegó junto a mí.

Se quedó de pie sin decir nada, nomás viendo al animal. Tenía hipo y apestaba, de él manaba un hedor a aguardiente que hasta me mareo. Así fueron como unos cinco minutos, sentía su mirada, pero yo veía para debajo de la cuesta donde estaba mi casa y la lobreguez del mundo.

Hasta que se animó a decir lo que tanto le costaba. No te niego, los rumores que maté a tu hermano eran muchos, pero yo no lo hice. De hecho, el chamaco me caía re bien. Siempre me ayudaba a cargar los troncos de madera y yo le daba dos pesos. Jamás me atrevería a matarlo como le hicieron.

Y te juro que eso se lo intenté a explicar a tu papá, pero ya borracho no entendía razones. Me empezó a amenazar. Rompió la botella de la que chupaba y me la acercó al cuerpo. Yo le decía que estaba equivocado, jamás le haría eso a un niño, pero me tiró un manazo con la botella.

Él se levantó la camisa y abajo de las costillas señaló una marca. Era un círculo intermitente. Se bajó la camisa de franela y siguió contando.

-Yo sentí un ardor muy fuerte y vi mi guayabera de lino empaparse de rojo. Hasta ahí supe que ya no había vuelta para atrás. O lo mataba o me mataban.

Lo empujé y por su briagues se fue para atrás sin alcanzar siquiera a meter las manos. Rodó, pero sin que yo prestara atención porque estaba moviendo al chivo para agarrar el cuchillo. Cuando voltié lo vi sentado y recargado en una pared de mi casa.

Yo me bajé despacito la loma, de puntitas para que no me oyera acercarme. Cuando llegué a su lado, le comencé a hablar. Primero le susurraba, ya después casi le gritaba, pero él no me respondía.

Lo tomé de los hombros y lo zangolotié, cada vez más fuerte mientras le seguía repitiendo su nombre. Pero él ya ni sus luces. Le tomé la cabeza y se la erguí, pero se le cayó otra vez en sus hombros muertos.

Así pasó Miguelito, después de eso escapé de Catzatlán. Sabía que debía poner tierra de por medio, me vine a la capital. Yo le tenía miedo a sus amigos. Su padre era un hombre poderoso, el cacique de por allá. Tenía muchos empleados, ¿qué trabajo les podía costar matar a un granjero muerto de hambre como yo?

Y supuse que algún día el pasado me iba a alcanzar. Nadie corre más rápido que el tiempo. Pero yo suponía que iba a ser un trabajador como don Julián que fue la mano derecha de tu padre. Jamás pensé que me ibas a encontrar tú, Miguelito.

El muchachito seco al que su padre agarraba a palazos cada que llegaba borracho. Yo lo sé, te miraba los brazos y la espalda llena de marcas. Siempre creí que tu papá te odiaba por haber matado a tu madre en la labor de dar a luz. Y es que naciste antes del tiempo, por eso saliste tan escuchimizado.

Me acuerdo, Miguelito. Yo te cargué cuando estabas lleno de sangre y líquidos de recién nacido. Estabas flaquito y te retorcías como víbora en mis brazos. Tu papá andaba arreglando unos problemas de tierras y yo me quedé ahí junto a tu madre muerta y tú que chillabas muy alto.

Gracias a aquello me hice tu padrino, Miguelito. Yo te quise todo lo que tu padre no. Y mírate aquí igual de huesudo, pero ya garrochón. Quién sabe a quién le sacarías lo alto. Aquí estás, sentado frente a mí. Y no dejas de ver la pistola que llevo rato sin tomar, ya hasta se enfrío, yo creo.

Antes me dijiste que don Julián estaba aquí afuera por si yo intentaba algo, ¿no? Ojalá le hayas contado el trato que me propusiste. Ese de darle vueltas al revolver y si Dios me la perdona tres veces yo me puedo ir.

Te admito, Miguelito, Miguel, Miguelón. Te admito que las primeras dos tenía el corazón en la mano, sentí miedo; no a la muerte, miedo a irme sin contar el por qué maté a tu padre.
No sé por qué me propusiste este juego tan macabro. Igual y querías ver el terror en mis ojos cada que le jalaba al gatillo, o tal vez sí te han contado que soy tu padrino.

Te prometo Miguelito, que si en el infierno me encuentro a tu padre yo le voy a decir el hombre en el que te has convertido. Hombre que ni él ni yo pudo ser. Allí yo le explicaré todo, tal vez de lo borracho que estaba no se acuerda del motivo de su fallecimiento.

Es horrible darse cuenta de lo bonita que es la vida, justo cuando la muerte está aquí soplándole la nuca a uno. Pero bueno, Miguelito. A tu salud.

El hombre acabó de un solo trago el vaso lleno de aguardiente, después de hacer una mueca de disgusto, llevó la fría pistola junto a su sien y jaló el gatillo.

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